La playa

Hoy, en esa playa en la que no estábamos, cantaba una voz suave

Todo lo que tú y yo fuimos y todo lo que ya no somos

En ese mar calmado justo antes de ponerse el sol

Justo después de haberse puesto

Me miraba una Ana de veinticinco años y me preguntaba

¿qué pasó?

Porque eras joven y ya no lo eres

¿Qué pasó contigo y con él?

En sus manos maníacas de humo, en su piel, cada vez más dura,

Cada vez menos adolescente

Cada vez menos mía

Que ha dejado de ser mía por completo

¿Dónde enterramos los ataúdes de las pequeñas muertes de nuestro amor?

Yo tengo tres en las playas de Málaga

Si revuelvo la arena demasiado veo su negror de insecto brillante

Sé que si los aprieto un poco se descascarillan y se desintegran mezclándose con la arena

 y ya, simplemente, dejan de ser

Pasan a existir en forma de arena negra en el fondo

de esa playa en la que hoy no estábamos

en la que hoy te miré a los ojos y no te entendí

y se perderá la voz marina que habla de ti y de mí

del amor que un día nos centrifugaba las entrañas

y de lo que, aplastado por las botas precisas y brillantes del presente,

ya no somos

Soneto al Cusco en sus montañas

Es la mirada fija de tu gente

recordatorio indeciso de herida

que, aunque por muchos sea conocida

con sangre y cal borraron del presente.

Son tus ojos brillante luz candente

de las minas, esclavas conocidas

de las selvas, tus tierras destruídas.

Son tus pies homenaje a los ausentes.

Es tu voz, aguda ave extraña

memoria de invierno largo y frío.

En los Andes camina la guadaña

del abandono, desbordando los ríos.

Es tu mano de la chacra araña

que no cesa de arar los desafíos.

A un ombú en Santiago de Chile

Los mirlos capuchinos brincan silenciosos entre las raíces del ombú

Ellos y yo andamos tirados por el suelo

Ellos piensan en gusanos, y yo en las personas a las que los gusanos se comieron

Por encima de nuestras cabezas gritan las cotorras, caóticas como siempre, y el sol abrasa

Las raíces del ombú de la Villa Grimaldi salen a la tierra

como costras de herida vieja y gris

Se alzan sus troncos al cielo calcinador de Santiago en enero

como trompas de elefantes gigantescos

Fluye en su savia la memoria de los colgados

¿Por qué no te pudriste o te rompiste de pena, viejo ombú?

¿Por qué sigues vivo y duro, y resurges con mil ramas verdes de tus muñones?

No todo lo doloroso debe desaparecer.

Lo entiendo.

Si desaparecieras de pena, si os suicidamos de injusticia

¿quién entonces portaría en sus lenguas y en su corteza la memoria del horror?

¿quién sostendría la llama de lo que no se ha de olvidar?

¿quién, y con qué fuerza hablaría ante los esquejes y las niñas, de la vileza y la justicia?

Lo que no se ve no se puede limpiar

Lo que no se conoce no se puede evitar

Tú, árbol de las pesadillas de muchos,

 sigues aquí para recordarnos que aún después de presenciar

lo más bajo del alma humana y del abuso del poder,

la naturaleza se queda, y como una madre sabia nos ampara, nos calma,

nos enseña, sin palabras, a seguir.

Dios no quiera

Me dice mi abuela a mí

que mi bisabuela les decía a ellas 

que prefería morirse antes que vivir otra guerra. 

«Dios no lo quiera, hija», concluían ambas. 

Yo levanto la cabeza de la carta que tengo en el regazo 

y pienso ojalá con otro acento,

uno que aprendí de personas que venían de la guerra, 

y observo la madera oscura y bien barnizada de las sillas y la mesa de casa de mis abuelos .

La carta, que leí por última vez hace diez años, es de 1940.

10 de octubre de 1940.

«Dónde estaban», pregunto.

«En el valle de los caídos, hija». 

Y él continúa:

«No se apure, madre,

qué le vamos a hacer.

Cuando algo sobre, lo manda.

No se apure, esposa,

pero no manden camisetas, que crían». 

«Que crían qué», le pregunto.

«Piojos, hija».

En una carta escribe a tres mujeres:

Su prima.

Su madre.

Su esposa.

«No se apure.

No manden mantas todavía.

No se apuren, no se apuren».

Está escrito mil veces en la carta, una no puede hacer más que apurarse 

Piojos, frío, barro y hambre.

Y otra vez el rezo de mi abuela, sentada a mi lado

«Dios no quiera que veamos otra guerra, Dios no quiera».

«insha’Allah no, ojalá que no», pienso yo.

«Bueno, dice ella, pero en otros países, ya ves, hija»,

y chasca la lengua en señal de reprobación, y mira hacia abajo susurrando algo. 

Mi abuela nació en el año del hambre, como lo llamaron aquí en Gredos, el 1942.

Dos años después de que su primo

le felicitase el ventitrés cumpleaños

a mi bisabuela en esa carta que

leemos las dos ahora. 

Me resuena pobreza.

Leo que según un informe doscientos sesenta millones de personas más caerán en la pobreza extrema en 2022.

Doscientos sesenta millones.

Pienso en piojos, en frío y en hambre. 

Y en cosas que crían.

Pienso además, en fronteras cerradas y abiertas como veletas que dependen de dónde te crías. 

Pienso en lo que van a criar en sus cabezas esos de los que ahora se apiada la empatía institucional/social selectiva y dentro de unos meses su nacionalidad irá precedida de la palabra «puto». 

Una no se puede fiar de las empatias veletas.

Son traicioneras como serpientes domesticadas y te ahogan cuando te duermes.

Porque no es su naturaleza estar encerradas,

igual que la de tantas personas no es sentir el mal ajeno. 

Pienso en partidos políticos vampíricos que parecen salir de un mal sueño lúcido. 

Pienso en que ahora pagamos la falta de memoria. 

Deseo que no llegue el día pronto en que paguemos de verdad. 

Siempre que se hablaba de huelgas en la radio mi bisabuela se iba al corral, 

«quita quita eso, hija 

que así empezó la guerra

que ya está aquí la guerra, como decía esa mujer

Hay heridas mal cicatrizadas, hija».

Hay heridas que no se han aireado 

y han criado,

y han criado monstruos,

monstruos persona y monstruos emoción. 

Han criado empatias selectivas que se clavan como puñaladas,

puñalas que también son herida ahora.

«Dios no quiera, hija». 

«Ojalá que no, abuela».

Pero me quedo callada y

una sola idea se cataliza en mi cabeza desde una suerte de inconsciente colectivo jungiano.

No valen tanto los ojalás.

No valen tanto los rezos aún.

Tenemos que hablar.

Tenemos que hablar mucho,

y leer muchas cartas.

Porque puede que un día Dios sí quiera

y entonces tendremos que saber pararlo todo.

«Recuerdos para todos, y un fuerte abrazo de vuestro primo, hijo y esposo que os quiere»

Una mañana en Gaza

Una mañana
Mi madre se ha levantado hace un rato y está haciendo el desayuno
Desde el colchón la escucho moverse y huelo el pan y el oigo el agua hervir
Como cada mañana desde que nací
Escucho a mi madre, su caminar lento, tose un poco por las mañanas y llevamos meses diciéndole que se lo mire el médico
Pero no hace caso, ya sabéis
mi madre camina lento porque le gustaría quedarse en la cama más tiempo pero somos cuatro niñas en casa y todas las mañanas, como todas las niñas del mundo, tenemos hambre
Mi padre se va todas las mañanas a trabajar antes de que nos despertemos, es constructor
A mi hermana pequeña le encanta construir casitas también, le decimos que de mayor va a ser albañil y se ríe
Yo creo que le gustaría
Yo nunca contesto cuando me preguntan los mayores que qué quiero ser de mayor
Soy una niña, y eso ya es suficiente ser
Mi madre es maestra, así que se va a trabajar a la madrassa a la misma hora que nosotras
Me gusta despertarme con el sonido de los pies pesados de mi madre en la cocina,
El tío Ahmed ha traído un aceite muy bueno, me acuerdo de repente y me dan ganas de saltar de la cama
Miro a mis hermanas pequeñas, dormidas a mi lado e intento escurrirme de la cama para no despertarlas
Estoy oyendo a la gata blanca que viene por las mañanas a la puerta, a veces la dejamos entrar cuando hace frío
Está maullando
Pero ahora creo que escucho algo distinto, ya estoy de pie
Es un silbido
Ya es tarde, voy a despertarlas porque nos tenemos que ir a la madrassa y el pan huele muy bien y el aceite nos está esperando
Es un silbido
Y de repente como un empujón cuando no te lo esperas, pero de hierro, algo golpea nuestra cocina
Ya no estoy de pie cierro los ojos y no veo nada
Sólo hay polvo, no puedo respirar
Nuestra casa está partida por la mitad, tan rota que ni siquiera mi padre, que es constructor, va a poder arreglarla
Nunca vamos a desayunar el pan que hizo mamá esta mañana y mamá nunca va a volver a hacer pan nunca más