No saber sin quién está triste Venecia

Creo que lo mejor es enamorarse de un ideal. Quién te dice que es menos real que las personas que ves por la calle. Quizás a veces lo que hacemos al estar con una persona es crear una especie de imagen mental de ella, a la que atribuir ideas y canciones y poemas que ella nunca escuchó, que ella nunca recitó.
A veces, las veces que estoy sola, no me importa estarlo, lo que más me cuesta es no tener en quién pensar cuando escucho música, que mi “tú” de las canciones no tenga una cara a la que aplicarle los versos, o no imaginarme a mí siendo el “tú” de los labios de alguien. Esas secuencias hipotéticas en un cadillac solitario, sin saber a qué barrio mirar, o no saber la sonrisa de quién me convence para darle la vuelta al mundo, o no saber sin quién está triste Venecia, o que nadie me susurre que el viento sólo sangra cuando llevo el pelo recogido o cuando no me pongo falda, no saber en qué cama soñé que me metía en un festival de invierno, no saber quién se ha quedado con mis ganas de vivir, con mis ganas de sentir, con mis ganas de soñar.
Sí, definitivamente lo que más me cuesta de no estar con alguien es no tener ese ideal de falso poeta que me canta con una voz diferente a la suya.
Definitivamente lo que más me cuesta de no estar con alguien es el tiempo en el que, al margen de estarlo, estaría yo sola, sola con mi música, mis poetas, mis voces roncas, mis guitarras.
En definitiva, quizás la solución a todo esto sea enamorarse de un ideal invicto ante todos los demás pasajeros, un ideal libre del todo y libre de todo. Poner en sus labios los versos de otros. Puede ser que sea la solución a la desilusión de no encontrarlo caminando por la calle.

Ana

Conexiones

Mis ojos son acosados por una espiral de lágrimas, una fuerza sobrenatural frunce mi ceño y una batería completa retumba en mi pecho. Mientras, yo, tan frágil, volátil e inocente no puedo hacer otra cosa que tambalearme al ritmo de la poesía más básica y pura. «Soledad de amores y locura». Es algo tan profundo y enigmático que una voz me grita por dentro «¡Ahí tienes tu respuesta! ¡Es por esto por lo que vive el ser humano! ¡Es por esto por lo que merece la pena nuestra especie!»
Sea posible, quizás, que una red invisible una los espíritus indomables y que estos, inconscientes, solo se den cuenta al escuchar a sus hermanos hechos canción. Puede ser que por eso, al oír las voces quebradas de los poetas de la tierra creamos encontrar esa parte de nosotros mismos que un día perdimos o que, quizás, no habíamos encontrado aún.

Melancolía

Una vez melancolía dejó de ser un sentimiento y se convirtió en una población. Una población que, por cierto, hacía digno honor a su nombre. Parecía, casi, que, por no ofender a tan trascendental vocablo, de lo que significaba hicieron su dogma. Pero los melancolenses no eran melancólicos. El honor al nombre recaía en las espaldas de cada visitante. Sus fugaces estancias en el pueblo les acababan costando una huida estrepitosa con los ojos empapados y un suspiro ensordecedor en el pecho, al salir, lloraban desconsolados porque ya tenían un poco menos de fe en la humanidad.

Melancolía era un lugar gélido, custodiado por colosales montañas sin nombre que contemplaban, silenciosas, la letanía vital de los que allí crecían y morían.
En Melancolía el invierno era eterno. A veces alguien se aventuraba a hablar de que hubo tiempos, en que durante uno o dos días se vislumbró la primavera. Nadie jamás lo escuchaba, las ideas de los habitantes de esta minúscula población estaban tan congeladas, tan frías, como la estación perpetua que les acompañaba.
El pueblo estaba bordeado por una capa de hielo enorme sobre la cual los melancolenses patinaban en sus ratos de ocio. Nunca nadie pensaba en las aguas inquietas que rebosaban vida bajo la superficie.
Ellos siempre, siempre se quedaban en la superficie. Los pocos que se aventuraron a romper la antipática capa de hielo jamás regresaron.

Había días en que el viento atravesaba feroz las cumbres, silbando amenazante al rozar la roca se perdía en torbellinos que descendían a la tierra para desordenar veloces los rizos de alguna muchacha. Ella, metódicamente, volvía a ponerlos en su lugar y entonces pensaba. Creyendo haber vislumbrado un asomo de rebeldía en su inocente e ingenua cabecita, lo apartaba de un manotazo y volvía a su monótono presente. En Melancolía no había lugar para la rebeldía.
Cuando un bebé nacía miraba atento los rostros de quienes le rodeaban, esperanzado, comenzaba su vida. Para un segundo después llorar desconsoladamente por el dolor que en su tierna espaldita habían producido los tajos firmes y traicioneros de haberle cortado las alas. En Melancolía no había lugar para la gente con alas.

Amapola

Hacerse un tatuaje es sinónimo de tomar una decisión. A veces se usa la expresión “quedarse grabado en la piel” o “grabarse a fuego en la memoria” bueno, pues es algo parecido lo que ocurre con un tatuaje. Cuando decides hacértelo es como si quisieras que a una idea, a un sentimiento o a una parte de tu vida no se la llevase el viento como a simple arena. Quieres que quede una señal en tu cuerpo, una visible, porque señales en el alma hay muchas pero es tan terca que a veces se empeña en olvidarlas. Quizás es una lucha callada contra uno mismo, en mi caso lo hago para que nunca se me olvide la razón por la que lo llevo y así me sea más difícil con los años traicionarme a mí misma.
Una amapola, eso he elegido yo. Bueno quizás ella me ha elegido a mí porque me miraba libre en el campo desde que era una niña y paseaba por la parte de atrás del hostal abriendo sus capullos prematuramente. Yo creía que solas no podían salir. Sin embargo me equivocaba, no había reparado todavía en la increíble independencia de las amapolas. Lo que más admiro de esta flor es precisamente eso. Tú puedes observarlas, mirar como las mece el viento, como se tuercen hacia un lado y hacia otro bailando con él, contemplar el rojo sangre de sus pétalos y sorprenderte con su increíble delicadeza (y si todo esto lo haces al atardecer en la sierra puede darte un delirio poético tremendo ja ja) Puedes contemplar la belleza de una amapola pero nunca podrás poseerla. Al cortarla, inmediatamente su tallo se tuerce y sus pétalos finísimos se desprenden de él como en una caricia, deja de ser bonita, se muere. Jamás nadie podrá tener un ramo de amapolas, es una utopía. Es exactamente eso lo que a mí me ocurriría si me cortaran las alas. La amapola es mi alma y es alada, libre e independiente.