Mis ojos son acosados por una espiral de lágrimas, una fuerza sobrenatural frunce mi ceño y una batería completa retumba en mi pecho. Mientras, yo, tan frágil, volátil e inocente no puedo hacer otra cosa que tambalearme al ritmo de la poesía más básica y pura. «Soledad de amores y locura». Es algo tan profundo y enigmático que una voz me grita por dentro «¡Ahí tienes tu respuesta! ¡Es por esto por lo que vive el ser humano! ¡Es por esto por lo que merece la pena nuestra especie!»
Sea posible, quizás, que una red invisible una los espíritus indomables y que estos, inconscientes, solo se den cuenta al escuchar a sus hermanos hechos canción. Puede ser que por eso, al oír las voces quebradas de los poetas de la tierra creamos encontrar esa parte de nosotros mismos que un día perdimos o que, quizás, no habíamos encontrado aún.
Autor: Ana Apausa Veneros
Este espacio resiste al tiempo y a los lugares. Es un espacio abierto de poesía y reflexiones es el retrato impresionista, a pinceladas certeras pero caóticas, de una mujer, de una adolescente y de una niña. Hija de sus tiempos, de sus privilegios y opresiones, de su contexto y de su personalidad, hija de su suerte y de su desgracia, de la amistad y de la herida, de sus amores y de sus desamores, de la alegría y de la depresión, de la muerte y de la vida, de la luz y la oscuridad, de pueblos y de barrios habitados, del arte y de la política, de su madre y de su padre. Pero hija sobre todo, de todo lo que hay en medio de cada dos de esas palabras.
Melancolía
Una vez melancolía dejó de ser un sentimiento y se convirtió en una población. Una población que, por cierto, hacía digno honor a su nombre. Parecía, casi, que, por no ofender a tan trascendental vocablo, de lo que significaba hicieron su dogma. Pero los melancolenses no eran melancólicos. El honor al nombre recaía en las espaldas de cada visitante. Sus fugaces estancias en el pueblo les acababan costando una huida estrepitosa con los ojos empapados y un suspiro ensordecedor en el pecho, al salir, lloraban desconsolados porque ya tenían un poco menos de fe en la humanidad.
Melancolía era un lugar gélido, custodiado por colosales montañas sin nombre que contemplaban, silenciosas, la letanía vital de los que allí crecían y morían.
En Melancolía el invierno era eterno. A veces alguien se aventuraba a hablar de que hubo tiempos, en que durante uno o dos días se vislumbró la primavera. Nadie jamás lo escuchaba, las ideas de los habitantes de esta minúscula población estaban tan congeladas, tan frías, como la estación perpetua que les acompañaba.
El pueblo estaba bordeado por una capa de hielo enorme sobre la cual los melancolenses patinaban en sus ratos de ocio. Nunca nadie pensaba en las aguas inquietas que rebosaban vida bajo la superficie.
Ellos siempre, siempre se quedaban en la superficie. Los pocos que se aventuraron a romper la antipática capa de hielo jamás regresaron.
Había días en que el viento atravesaba feroz las cumbres, silbando amenazante al rozar la roca se perdía en torbellinos que descendían a la tierra para desordenar veloces los rizos de alguna muchacha. Ella, metódicamente, volvía a ponerlos en su lugar y entonces pensaba. Creyendo haber vislumbrado un asomo de rebeldía en su inocente e ingenua cabecita, lo apartaba de un manotazo y volvía a su monótono presente. En Melancolía no había lugar para la rebeldía.
Cuando un bebé nacía miraba atento los rostros de quienes le rodeaban, esperanzado, comenzaba su vida. Para un segundo después llorar desconsoladamente por el dolor que en su tierna espaldita habían producido los tajos firmes y traicioneros de haberle cortado las alas. En Melancolía no había lugar para la gente con alas.
Te quiero porque sola sí comprendo la vida
Creo que te quiero porque he decidido quererte
Creo que te quiero porque…
Ojalá pudiera volver a decir “te quiero porque te necesito, porque no soy nada sin ti, porque eres mi vida, porque en el mundo solo estamos tú y yo…”
Pero no es así, ya no. Y mentiría si lo dijera. Te quiero porque no te necesito, porque si tú no estás sigo siendo yo y soy la tierra, las nubes, las montañas, el cielo, mis sueños y mi libertad. Te quiero porque no eres mi vida, porque mi vida son cientos de sonrisas, de abrazos, de vivencias, de cientos de ojos que no son los tuyos. Te quiero porque en el mundo no solo estamos tú y yo. Porque he decidido quererte, porque este día, este mes y este año no imagino a nadie mejor que tú para que esté a mi lado. Porque eres mi compañero pero nunca nadie volverá a ser mi vida. Te quiero porque soy libre y me llena la idea de una libertad compartida contigo.
Y quizás… también porque yo no quería enamorarme pero tus ojos no me lo han puesto nada fácil.
Porque si te vas no me quedo en ninguna calle sin salida, porque sola sí comprendo la vida. Porque no dependo de ti y el amor sin dependencia es amor de verdad. No estoy contigo porque lo necesito, estoy contigo porque siendo yo un pájaro libre que sólo quería al viento has conseguido que también a ti te quiera.
Amapola
Hacerse un tatuaje es sinónimo de tomar una decisión. A veces se usa la expresión “quedarse grabado en la piel” o “grabarse a fuego en la memoria” bueno, pues es algo parecido lo que ocurre con un tatuaje. Cuando decides hacértelo es como si quisieras que a una idea, a un sentimiento o a una parte de tu vida no se la llevase el viento como a simple arena. Quieres que quede una señal en tu cuerpo, una visible, porque señales en el alma hay muchas pero es tan terca que a veces se empeña en olvidarlas. Quizás es una lucha callada contra uno mismo, en mi caso lo hago para que nunca se me olvide la razón por la que lo llevo y así me sea más difícil con los años traicionarme a mí misma.
Una amapola, eso he elegido yo. Bueno quizás ella me ha elegido a mí porque me miraba libre en el campo desde que era una niña y paseaba por la parte de atrás del hostal abriendo sus capullos prematuramente. Yo creía que solas no podían salir. Sin embargo me equivocaba, no había reparado todavía en la increíble independencia de las amapolas. Lo que más admiro de esta flor es precisamente eso. Tú puedes observarlas, mirar como las mece el viento, como se tuercen hacia un lado y hacia otro bailando con él, contemplar el rojo sangre de sus pétalos y sorprenderte con su increíble delicadeza (y si todo esto lo haces al atardecer en la sierra puede darte un delirio poético tremendo ja ja) Puedes contemplar la belleza de una amapola pero nunca podrás poseerla. Al cortarla, inmediatamente su tallo se tuerce y sus pétalos finísimos se desprenden de él como en una caricia, deja de ser bonita, se muere. Jamás nadie podrá tener un ramo de amapolas, es una utopía. Es exactamente eso lo que a mí me ocurriría si me cortaran las alas. La amapola es mi alma y es alada, libre e independiente.