Dios no quiera

Me dice mi abuela a mí

que mi bisabuela les decía a ellas 

que prefería morirse antes que vivir otra guerra. 

«Dios no lo quiera, hija», concluían ambas. 

Yo levanto la cabeza de la carta que tengo en el regazo 

y pienso ojalá con otro acento,

uno que aprendí de personas que venían de la guerra, 

y observo la madera oscura y bien barnizada de las sillas y la mesa de casa de mis abuelos .

La carta, que leí por última vez hace diez años, es de 1940.

10 de octubre de 1940.

«Dónde estaban», pregunto.

«En el valle de los caídos, hija». 

Y él continúa:

«No se apure, madre,

qué le vamos a hacer.

Cuando algo sobre, lo manda.

No se apure, esposa,

pero no manden camisetas, que crían». 

«Que crían qué», le pregunto.

«Piojos, hija».

En una carta escribe a tres mujeres:

Su prima.

Su madre.

Su esposa.

«No se apure.

No manden mantas todavía.

No se apuren, no se apuren».

Está escrito mil veces en la carta, una no puede hacer más que apurarse 

Piojos, frío, barro y hambre.

Y otra vez el rezo de mi abuela, sentada a mi lado

«Dios no quiera que veamos otra guerra, Dios no quiera».

«insha’Allah no, ojalá que no», pienso yo.

«Bueno, dice ella, pero en otros países, ya ves, hija»,

y chasca la lengua en señal de reprobación, y mira hacia abajo susurrando algo. 

Mi abuela nació en el año del hambre, como lo llamaron aquí en Gredos, el 1942.

Dos años después de que su primo

le felicitase el ventitrés cumpleaños

a mi bisabuela en esa carta que

leemos las dos ahora. 

Me resuena pobreza.

Leo que según un informe doscientos sesenta millones de personas más caerán en la pobreza extrema en 2022.

Doscientos sesenta millones.

Pienso en piojos, en frío y en hambre. 

Y en cosas que crían.

Pienso además, en fronteras cerradas y abiertas como veletas que dependen de dónde te crías. 

Pienso en lo que van a criar en sus cabezas esos de los que ahora se apiada la empatía institucional/social selectiva y dentro de unos meses su nacionalidad irá precedida de la palabra «puto». 

Una no se puede fiar de las empatias veletas.

Son traicioneras como serpientes domesticadas y te ahogan cuando te duermes.

Porque no es su naturaleza estar encerradas,

igual que la de tantas personas no es sentir el mal ajeno. 

Pienso en partidos políticos vampíricos que parecen salir de un mal sueño lúcido. 

Pienso en que ahora pagamos la falta de memoria. 

Deseo que no llegue el día pronto en que paguemos de verdad. 

Siempre que se hablaba de huelgas en la radio mi bisabuela se iba al corral, 

«quita quita eso, hija 

que así empezó la guerra

que ya está aquí la guerra, como decía esa mujer

Hay heridas mal cicatrizadas, hija».

Hay heridas que no se han aireado 

y han criado,

y han criado monstruos,

monstruos persona y monstruos emoción. 

Han criado empatias selectivas que se clavan como puñaladas,

puñalas que también son herida ahora.

«Dios no quiera, hija». 

«Ojalá que no, abuela».

Pero me quedo callada y

una sola idea se cataliza en mi cabeza desde una suerte de inconsciente colectivo jungiano.

No valen tanto los ojalás.

No valen tanto los rezos aún.

Tenemos que hablar.

Tenemos que hablar mucho,

y leer muchas cartas.

Porque puede que un día Dios sí quiera

y entonces tendremos que saber pararlo todo.

«Recuerdos para todos, y un fuerte abrazo de vuestro primo, hijo y esposo que os quiere»

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De Ana Apausa Veneros

Este espacio resiste al tiempo y a los lugares. Es un espacio abierto de poesía y reflexiones es el retrato impresionista, a pinceladas certeras pero caóticas, de una mujer, de una adolescente y de una niña. Hija de sus tiempos, de sus privilegios y opresiones, de su contexto y de su personalidad, hija de su suerte y de su desgracia, de la amistad y de la herida, de sus amores y de sus desamores, de la alegría y de la depresión, de la muerte y de la vida, de la luz y la oscuridad, de pueblos y de barrios habitados, del arte y de la política, de su madre y de su padre. Pero hija sobre todo, de todo lo que hay en medio de cada dos de esas palabras.

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