Melancolía

Una vez melancolía dejó de ser un sentimiento y se convirtió en una población. Una población que, por cierto, hacía digno honor a su nombre. Parecía, casi, que, por no ofender a tan trascendental vocablo, de lo que significaba hicieron su dogma. Pero los melancolenses no eran melancólicos. El honor al nombre recaía en las espaldas de cada visitante. Sus fugaces estancias en el pueblo les acababan costando una huida estrepitosa con los ojos empapados y un suspiro ensordecedor en el pecho, al salir, lloraban desconsolados porque ya tenían un poco menos de fe en la humanidad.

Melancolía era un lugar gélido, custodiado por colosales montañas sin nombre que contemplaban, silenciosas, la letanía vital de los que allí crecían y morían.
En Melancolía el invierno era eterno. A veces alguien se aventuraba a hablar de que hubo tiempos, en que durante uno o dos días se vislumbró la primavera. Nadie jamás lo escuchaba, las ideas de los habitantes de esta minúscula población estaban tan congeladas, tan frías, como la estación perpetua que les acompañaba.
El pueblo estaba bordeado por una capa de hielo enorme sobre la cual los melancolenses patinaban en sus ratos de ocio. Nunca nadie pensaba en las aguas inquietas que rebosaban vida bajo la superficie.
Ellos siempre, siempre se quedaban en la superficie. Los pocos que se aventuraron a romper la antipática capa de hielo jamás regresaron.

Había días en que el viento atravesaba feroz las cumbres, silbando amenazante al rozar la roca se perdía en torbellinos que descendían a la tierra para desordenar veloces los rizos de alguna muchacha. Ella, metódicamente, volvía a ponerlos en su lugar y entonces pensaba. Creyendo haber vislumbrado un asomo de rebeldía en su inocente e ingenua cabecita, lo apartaba de un manotazo y volvía a su monótono presente. En Melancolía no había lugar para la rebeldía.
Cuando un bebé nacía miraba atento los rostros de quienes le rodeaban, esperanzado, comenzaba su vida. Para un segundo después llorar desconsoladamente por el dolor que en su tierna espaldita habían producido los tajos firmes y traicioneros de haberle cortado las alas. En Melancolía no había lugar para la gente con alas.

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De Ana Apausa Veneros

Este espacio resiste al tiempo y a los lugares. Es un espacio abierto de poesía y reflexiones es el retrato impresionista, a pinceladas certeras pero caóticas, de una mujer, de una adolescente y de una niña. Hija de sus tiempos, de sus privilegios y opresiones, de su contexto y de su personalidad, hija de su suerte y de su desgracia, de la amistad y de la herida, de sus amores y de sus desamores, de la alegría y de la depresión, de la muerte y de la vida, de la luz y la oscuridad, de pueblos y de barrios habitados, del arte y de la política, de su madre y de su padre. Pero hija sobre todo, de todo lo que hay en medio de cada dos de esas palabras.

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