Hacerse un tatuaje es sinónimo de tomar una decisión. A veces se usa la expresión “quedarse grabado en la piel” o “grabarse a fuego en la memoria” bueno, pues es algo parecido lo que ocurre con un tatuaje. Cuando decides hacértelo es como si quisieras que a una idea, a un sentimiento o a una parte de tu vida no se la llevase el viento como a simple arena. Quieres que quede una señal en tu cuerpo, una visible, porque señales en el alma hay muchas pero es tan terca que a veces se empeña en olvidarlas. Quizás es una lucha callada contra uno mismo, en mi caso lo hago para que nunca se me olvide la razón por la que lo llevo y así me sea más difícil con los años traicionarme a mí misma.
Una amapola, eso he elegido yo. Bueno quizás ella me ha elegido a mí porque me miraba libre en el campo desde que era una niña y paseaba por la parte de atrás del hostal abriendo sus capullos prematuramente. Yo creía que solas no podían salir. Sin embargo me equivocaba, no había reparado todavía en la increíble independencia de las amapolas. Lo que más admiro de esta flor es precisamente eso. Tú puedes observarlas, mirar como las mece el viento, como se tuercen hacia un lado y hacia otro bailando con él, contemplar el rojo sangre de sus pétalos y sorprenderte con su increíble delicadeza (y si todo esto lo haces al atardecer en la sierra puede darte un delirio poético tremendo ja ja) Puedes contemplar la belleza de una amapola pero nunca podrás poseerla. Al cortarla, inmediatamente su tallo se tuerce y sus pétalos finísimos se desprenden de él como en una caricia, deja de ser bonita, se muere. Jamás nadie podrá tener un ramo de amapolas, es una utopía. Es exactamente eso lo que a mí me ocurriría si me cortaran las alas. La amapola es mi alma y es alada, libre e independiente.